POR CUERDA LARGA

Una noche sobre la espina dorsal de Madrid

Cuerda Larga: 23 kilómetros de silencio, viento y vértigo

Hay rutas que se caminan. Otras se conquistan. Y luego están aquellas que se viven como un rito iniciático: cuando el sol baja la guardia y la montaña se convierte en un teatro de sombras, con la luna como única testigo. Así es esta travesía por la legendaria Cuerda Larga, la columna vertebral granítica de la Sierra de Guadarrama, donde cada paso es una metáfora de resistencia… y de cierta locura consentida.

Salimos —con esa mezcla de nervio y emoción que tienen los comienzos inusuales— a las ocho de la tarde desde el Puerto de la Morcuera. ¿El atardecer? Un lujo visual. El cielo se incendia mientras la montaña se apaga lentamente, como si intercambiaran sus papeles. Y tú, ahí en medio, caminando entre el día que muere y la noche que bosteza.

La ruta tiene forma de lomo de dragón y garras de verdad:
23 kilómetros y 1200 metros de desnivel positivo, un recorrido que no pide permiso, sino compromiso. Y sin embargo, hay algo profundamente bello en su dureza.

Pasamos por la Najarra, donde el viento no sopla, corta. Después el Asómate de Hoyos, nombre que suena a advertencia y a promesa. Desde ahí, el mundo se despliega como una maqueta en penumbra: valles que parecen océanos detenidos y luces lejanas que titilan como si alguien, en otra ciudad, también estuviera despierto pensando en cumbres.

El clímax: Cabeza de Hierro Mayor, el punto más alto de la Cuerda Larga. Allí arriba, en plena noche, lo absurdo se hace evidente: ¿qué hacemos aquí, sudando en silencio bajo las estrellas? Pero también lo sublime: ¿qué otra cosa podríamos estar haciendo que tuviera más sentido?

El regreso es un espejo del alma: el mismo camino, pero ya no eres el mismo. Ahora sabes lo que hay. Cada repecho es familiar, cada sombra tiene nombre. El trayecto de vuelta es como releer un buen libro: reconoces las frases, pero esta vez resuenan distinto.

Y no, no se trata solo de quemar calorías (aunque tu cuerpo lo agradecerá, como quien agradece una confesión). Se trata de algo más: del placer primitivo de compartir una locura sensata, de sentir el cuerpo en su versión más animal y noble. Y de entender que en la montaña, como en la vida, la oscuridad no es el final, sino el medio.

Así que ven. Con frontal, sí, y pilas de repuesto. Pero sobre todo con ganas de mirar la noche de frente, sin miedo, como quien ha aprendido que las mejores vistas no se reservan para el día.